lunes, 15 de diciembre de 2008

UN RELATO CORTO: LA FERIA

He tenido un hijo.
Y mi relación con la vida ha cambiado tanto, que he sido trastocado en otra persona.
Me gustaría verme a mi mismo desde los ojos de mi padre.


8 de diciembre de 2008

Antes de la llegada de aquel misterio, la noche en la feria estaba aburrida. Aunque habia un grupo numeroso de personas, muy pocas se convertían en clientes. Sentado en la butaca al lado de la pirámide de botellas largas arropadas de billetes yo manejaba el kiosco de los aros de la suerte. Era un kiosco circular de lona, con una tarima circular de madera que encerraba una especie de pirámide de madera en el centro, desde donde los clientes podian lanzar aros de madera a las botellas premiadas, que estaban organizadas en ella. La dinámica del juego consistía en que la botella ensartada tenía por premio el billete que la arropaba, y había cuatro niveles en la pirámide: el más bajo, conformado por 32 botellas arropadas por billetes de baja denominación que igualaban o duplicaban el valor de la apuesta, luego un nivel más alto que aumentaba la dificultad con botellas arropadas con billetes que multiplicaban de 5 a 10 veces el valor de la apuesta. Un círculo más alto llamado “de plata” constaba de 8 botellas que yo había convenientemente pintado de color plateado, arropadas orgullosamente en billetes de 50 mil pesos, y por último, el nivel más alto constaba de 4 botellas pintadas de dorado dispuestas en circulo en la cúpula redonda de la pirámide, exhibiendo cada una un billete de 100 mil pesos: el salario de un mes de trabajo de obrero regular.

Yo debía estar gritando “apuéstele a los aros de la buena suerte” pero mi aburrimiento era tal que me impedía levantarme de la butaca. Estaba a punto de entrar en uno de esos momentos de profunda depresión que algunos llaman meditación: la vida había empezado a perder todo sentido. Luego, al cabo de unos días, la personas comenzarían a tornarse voluptuosamente irreales, y por último todos mis recuerdos y mi propia voluntad se tornarían posesiones extrañas y ajenas, y me quedaría sólo, en la inmensidad oscura de una profunda noche en la que se sumiría mi espíritu.
Temía no poder salir una vez más de ese oscuro remolino.

Varias personas se acercaban al lugar pero se iban sin jugar nada… yo era consciente de mi completa falta de entusiasmo por el negocio.. por la vida. Todos ellosa se me antojaban como aquellos aros que proponia ensartar: los premios aparentaban estar al alcance de cualquiera, pero sólo una persona en un millón podría encestar el premio mayor… era un engaño muy atractivo: se trataba de hacer creer que era fácil… ganar dinero fácil, pero luego se darían cuenta de que era mucho más fácil perder el dinero. Eventualmente se acercaría alguien con suficiente destreza como para acertar a una de las botellas de baja denominación, pero alcanzar las de más alta denominación, el círculo dorado -como yo las llamaba-, era algo realmente imposible. Durante toda mi experiencia en el negocio sólo una persona había conseguido la proeza de ensartar una botella del “circulo de plata”, y se tenía bien ganados sus 50 mil pesos, pues habia acertado una de las 8 botellas del segundo circulo de la pirámide. Aunque en numerosas ocasiones se suscitaban ganadores de los premios menores, era mi regla de juego que ninguno podía ganar los premios mayores, pues arruinaría la ganancia de hasta toda una semana de trabajo. En conversaciones con otras ferias, me enteré de que ciertos expertos en el diseño del juego habían hecho cálculos de que sólo una persona en un millón podría encestar una botella del círculo dorado.

Esa noche estaba perfectamente aburrido. Mi vida había ido como ese juego de aros: la última vez que superé una de mis depresiones desperté con la firme intención de dar un giro dramático a mi vida. Me enrolé con la feria buscando el dinero fácil, compré el kiosco como un negocio de ganancias seguras y me alisté en una gira emocionante de aventuras y correrías por todo el país: mi peregrinaje personal. Ya habían pasado casi cinco años y todo ese mundo parecía engullirme sin salvación. El sueño del dinero fácil me estaba costando los mejores años de mi vida, un precio demasiado alto. De martes a domingo permanecía hasta 14 horas por día en la feria, esperando algún golpe de suerte: algunos tontos que gastaran su dinero en mi trampa, pero por experiencia ya había aprendido a reconocer que nunca son muchos los tontos, y el dinero que escasamente lograba recolectar era insuficiente para el nivel de vida que esperaba alcanzar como aventurero.

Entonces llegó él.

Estuvo unos minutos mirando la pirámide de botellas, como si no quisiera que lo interrumpiera. Yo tampoco demostré ningún entusiasmo, estaba ensimismado en mis lúgubres pensamientos, y no tenía interés en atender a nadie; no le ofrecí juego, ni me levanté de la butaca, ni siquiera voltée a mirarle el rostro. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho.

Como si tuviera algún magnetismo oculto, la gente comenzó a detenerse a su lado y a mirar hacia el grupo de botellas. Me incomodó un poco, así que me levanté difícilmente de la butaca y comencé a reproducir de mala gana mi discurso, sin ninguna emoción. “Apuéstele a los aros de la suerte”…

Él me miró, y noté algo en su mirada que me resultaba demasiado conocido, y fue entonces que adiviné que no era un cliente normal.

“¿Cuanto vale la apuesta?” preguntó.
“Mil pesos” le dije, “alcanza para cuatro lanzamientos”.
Él me dio un billete y yo le di cuatro aros.

Entonces comenzó a hacer ademanes extraños con su mano y sus ojos, como los que hace un arquitecto o un topólogo para calcular distancias al dedo. Apuntó con su indice apistolado desde muy cerca de su ojo derecho, entrecerrando el izquierdo. Se apartó unos pasos y luego volvió a acercarse. Se agachaba y luego se levantaba, en una especie de danza lenta que atrajo algunos curiosos. Se me antoja que él era consciente del grupo que estaba atajando con sus ademanes, y disfrutaba silenciosamente llamando la atención.

Luego se quedó quieto unos tres segundos, y entonces caminó en reversa unos cinco o seis pasos. “está loco” pensé “es imposible que atine alguna botella desde esa distancia”

El truco para el negocio de las botellas era la distancia y el grosor de las botellas. Yo podía encestar más fácilmente las botellas desde dentro del kiosco, pues estaba cerca y la caida del aro era más vertical que oblicua. Sin embargo, se hacía separar a los clientes o apostadores, por medio de la tarima o barra mostrador, a una distancia suficiente para hacerlo tan difícil que sólo pudieran alcanzar las botellas de más baja denominación; las más altas eran virtualmente imposibles de alcanzar: esas eran las del “circulo de oro”, cuatro botellas que rodeaban el centro más alto de la pirámide. Además, yo practicaba una trampita adicional que era casi imperceptible a los ojos de los clientes: las tapas de las botellas de más alta denominación estaban forradas en cinta transparente aumentándoles el grosor, de una manera casi imperceptible pero definitiva. Desde la distancia en que se estaba colocando el apostador extraño, el aro prácticamente debía volar horizontalmente para luego aterrizar abruptamente sobre el pico de cualquier botella. Teniendo en cuenta que el pico de la botella y el diámetro interno del aro eran prácticamente de la misma dimensión, lo que intentaría ese extraño era una proeza imposible. Pero había algo en él que no me permitía sacar conclusiones anticipadas.

Entonces se agachó, dobló la mano y lanzó con fuerza a rodar el aro verticalmente sobre el suelo, como si se tratara de un juego de bolos. Una risa ahogada se sintió entre el publico que ahora parecía perder el suspenso.

El aro rodó por el suelo un tramo, y cuando estaba a punto de estrellarse contra la pared externa de la tarima, golpeó contra una roca que estaba en el suelo, levantó un vuelo desordenado por sobre la barra del kiosco y, describiendo una parábola perfecta, estrepitosamente cayó sobre las botellas del circulo dorado, tropezó accidentadamente sobre varios picos mientras perdía la cinética de sus giros, y cuando casi alcanzaba su horizontalidad, como actuando para el público, elegantemente se ensartó en el pico de una de las botellas de más alto premio.

Un instante de silenció siguió al suceso, que luego fue rasgado por los gritos de asombro y aplausos del público que se había aglomerado alrededor del personaje misterioso. Yo me quedé atorado un momento, mirando el aro perfectamente ajustado en la botella, y resistiéndome a creerlo. Algo sobrenatural había en todo aquello, que no me dejaba asimilarlo. Algo anormal había sucedido… y yo tenía que descubrirlo.

Tomé el aro ganador, lo retiré y lo analicé, verificando que era mío. Tomé la botella y la revisé, inserté el aro nuevamente, y efectivamente el pico engrosado de la botella apenas cabía en el aro. Mientras hacía mi revisión, inadvertidamente le dí la espalda al publico, perdí la noción del tiempo y me sumí en mi propio silencio. Un grito de alguien que reclamaba la entrega del premio me devolvió a la bulliciosa realidad. Alguien más gritó "¡tramposo!" –de seguro había visto cuando verificaba cómo entraba difícilmente el aro en la botella ganadora- pero el personaje misterioso permanecía callado y con una escasa expresión de satisfacción en el rostro.

Sin planearlo, contradiciendo mis discursos más ensayados para el evento que ahora me sorprendía, me encontré a mi mismo diciéndole al ganador: “no lo lanzó como se debía… usted no lo hizo de la manera correcta”. No sé porqué dije eso. Haciendo remembranza de las emociones que sentía en aquel momento, yo tenía mucha intriga y curiosidad, algo de asombro y un poco de miedo, pero no estaba enojado como luego dijeron algunos de los asistentes.

El extraño dijo en voz extrañamente baja, como si lo dijera sólo para mi:
“Estas seguro de que quieres comprobar mis destrezas?
“Tienes dos interpretaciones posibles: una, es que esta ensartada es pura casualidad, por lo tanto puedes negarme el premio y el asunto se acabó. No perderás nada más que tu propia reputación ante esta gente. Pero la otra interpretación es que mi destreza es muy superior a lo que piensas, y que realmente calculé la ensartada de la manera más difícil, entonces me resultará mucho más fácil hacerlo de la manera convencional. Aún tengo tres aros, y tienes tres botellas más de cien mil pesos.
“Ahora escoge tu interpretación, porque te digo esto: si me pagas mi premio, que me gané en justicia, me voy de aquí y no me verás más. Sin embargo, si me niegas mi premio, jugaré los otros tres aros y me tendrás que pagar el cuadruple, una cantidad de dinero que de seguro te arruinará el día”.

Lo miré a los ojos. Había una mezcla de confianza y sorna en su mirada, acaso un exceso de confianza y la intención de jugar una broma, o una risa contenida en un esfuerzo de actuar una postura de seriedad. De todos modos, volví a percibir algo familiar, algo a lo que no debía temer.

Me quedé un instante sin decir nada. Y entonces lo comprendí…

“Me estas exigiendo el premio, o me estas dando a escoger?” pregunté

“Ambas cosas” respondió.

Me acerqué al extraño y le dije: “haz la suposición de que yo tengo el mismo pensamiento que tu. De alguna manera que ahora no puedo explicar, imagínate que tu y yo somos idénticos por dentro… ponte en mi lugar…¿qué respuesta darías tu?”

El extraño perdió la expresión por un momento, en señal de perplejidad, y me miró abriendo un poco los ojos. Entonces, como involuntariamente, puso su índice derecho en la parte inferior de su ojo derecho, mientras se ubicaba lentamente en la posición de tiro.

“Exacto” pensé, “la curiosidad me vale más que el dinero que pueda perder”.
En mi fuero interno sabía que nunca resistiría la curiosidad de saber si el extraño era capaz de lograr la proeza imposible.

“¡Vengan todos! ¡Vengan a ver la proeza imposible!” comencé a gritar.

“¿Qué haces?” preguntó el extraño.
“Si vas a conseguir lo que me temo, me costarás una fortuna, pero demostrarás a todo el mundo que es posible ganar, que no hay trampas, y estoy seguro de que muchos me comprarán juegos después de ti. Si tu ganas, yo gano. Si tu pierdes, yo gano”

El extraño esbozó lo más parecido a una sonrisa mientras apretaba una mirada calculadora.

Mucha más gente se añadió a lo que se habia hecho una multitud. Los que recién llegaban preguntaban qué pasaba, mientras los antiguos, sin perder de vista al extraño, respondían algo acerca de ganarse 400 mil pesos, cuatro veces el premio mayor.

El extraño lanzó el primer aro, con un ademán de destreza inusual. El aro golpeó contra el techo, la parte interna de la carpa del kiosco, y descendió casi verticalmente hacia las botellas -“claro, golpear la carpa” pensé- y luego de revolotear un instante, se ensartó en la primera botella. La multitud gritó estrepitosamente.

Luego lanzó el segundo aro, que se estrelló contra la carpa al igual que la anterior, y casi repitiendo los movimientos de su antecesora, se revolvió sobre el pico de otra botella y elegantemente se inserto lentamente en el pico de la segunda botella, apenas permitiendo un milimetro de diferencia entre el diametro interno del aro y la tapa de la botella. La multitud volvió a gritar ya a aplaudir.

Yo permanecía como enajenado de mi mismo. Estaba a punto de perder las ganancias de varias semanas de trabajo, pero estaba consciente de lo que estaba ocurriendo. Creo que con la excepción de aquel extraño, era la única persona que sabía realmente la grandeza de aquel evento. ¡Era imposible!

El extraño dijo: “esta es la mejor” y lanzó el tercer aro a la manera de un freesbie, con una velocidad circular tan alta que la escuché zumbar cuando pasó a mi lado. El aro, a diferencia de los dos anteriores, pasó de largo sobre las botellas, se estrelló en uno de los parales posteriores del kiosco y se reflejó perfectamente hacia otro de los parales, se volvió a estrellar y se reflejó con dirección a las botellas haciendo un giro desordenado, yendo a revolotear sobre las botellas y lentamente comenzó a dejarse caer, como una moneda giratoria cansada, sobre la última botella dorada, dejándose penetrar con pasmosa suavidad.

La algarabía me despertó de mi ensimismamiento, y entonces me dí cuenta de que toda la feria se encontraba en mi kiosco. Más ágilmente de lo que me hubiera propuesto, retiré los aros y los billetes de las botellas, y me acerqué al extraño.

Mientras le entregaba los billetes le dije: “creo que te he estado esperando”
Y él me respondió: “no entiendo cómo, pero creo que yo también esperaba encontrarme contigo”

***


El pRofEsOR eLkiN

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