martes, 1 de abril de 2014

LA RESISTENCIA A LA INNOVACIÓN PEDAGÓGICA

LA RESISTENCIA A LA INNOVACIÓN PEDAGÓGICA
Por: Elkin Márquez Fernández[1]
Como tutor del Programa Todos a Aprender, he tenido que visitar varias instituciones de Santa Marta, promoviendo la innovación educativa y la migración de los modelos pedagógicos tradicionalistas, imperantes en las aulas de hoy.  En el transcurso, he aprendido a valorar las reacciones de los profesores frente a estas propuestas.  Aunque son diversas, se pueden ubicar en uno de tres grupos: El primer grupo estaría conformado por quienes acogen las propuestas de innovación o incluso ya las están usando (por lo general son muy pocos y allí están casi todos los docentes más jóvenes). El segundo grupo, por  los que las rechazan de tajo, considerándolas equivocadas, no aplicables, o ineficaces (la mayor parte de este grupo son docentes antiguos o que se sienten con bastante experiencia).  Y un tercer grupo, el más numeroso en algunos casos, conformado por docentes que prefieren hacerse a un lado y no involucrarse en el proceso de innovación y cambio (lo más frecuente es que estos docentes hablen bien del programa, y hasta feliciten y agradezcan al tutor por proponer dichas estrategias, pero a la hora de la verdad no aplican ninguna trasformación real o no se comprometen en  ninguna acción).
Queriendo reflexionar sobre esta situación, me preparé unos datos: indagué por el tiempo de experiencia de cada uno de los docentes pertenecientes a los grupos 1 o 2, en una institución educativa, e hice la respectiva suma. ¡Encontré que el valor del segundo grupo casi cuadruplicaba al del primero! Luego hice un análisis similar en otra institución, y encontré un resultado similar: la experiencia del segundo grupo casi triplicaba a la del primero. ¿Cómo podía interpretar estos resultados? ¿Querría decir que, mientras mayor es la experiencia en la docencia, menor es la capacidad para adoptar nuevos modelos pedagógicos? ¿Estaba frente a una tendencia? De ser así, ¿Estaría yo mismo, al cabo de unas décadas, enfrentándome a la innovación pedagógica y refugiándome en mi sitio de confort?
Obviamente- me consolaba a mí mismo- , no tiene que ser así. Entre los docentes que había observado, existían algunos excepcionales, que a pesar de tener una edad avanzada, eran muy receptivos al cambio. Así que, aunque existiera realmente una tendencia en dichos datos, no tenía por qué ser mi norma. Por lo pronto estaba a salvo.
Sin embargo, al cabo de un rato no me sentí tranquilo descansando la seguridad de mi futuro en una comparación con los excepcionales. Debo reconocerlo, es muy probable que yo no sea un docente excepcional.
Entonces me di cuenta de que necesitaba tener una teoría que me satisficiera, un motivo que diera razón del porqué los profes de edad avanzada se volvían reactivos hacia la trasformación de su profesión. ¿Era una cuestión que venía empaquetada con la edad, así como el cansancio? ¿O había algo más? De ser así, si podía dilucidar alguna razón para la aversión al cambio por parte de los docentes de mayor edad, yo podría comprender a quienes la acogen, y a la vez mantener una distancia prudente pero inteligente y sustentada.
Comencé por escuchar, y por recordar lo que había escuchado, en conversaciones con los docentes del segundo grupo. Lo primero que encontré es que la mayoría de ellos ya han experimentado o participado de varias “revoluciones” educativas a lo largo de su experiencia, sin que su práctica pedagógica haya tenido cambios de fondo, sino sólo de forma, y por ello han interpretado los procesos de innovación como “hacer lo mismo con otras palabras”. A estas alturas ya no le encuentran sentido significativo a esta nueva invitación al “cambio” y prefieren dejar las cosas como están. Para ellos no tiene significado la innovación, y sienten que su deliberada negación está justificada por la honestidad, la franqueza, y la necesidad de ser coherentes consigo mismos.  Si este es el caso, me dije, se necesita mayor profundización en la comprensión de los fundamentos pedagógicos, y si los tutores no acompañamos consistentemente ese esfuerzo, el trabajo será superficial y la confianza de los docentes que ahora están en el grupo 1 se irá erosionando con el tiempo.
Seguí escuchando, y encontré que hay otros, quienes sí han profundizado en la transformación pedagógica con sinceridad, pero que sienten que tras muchos intentos los resultados no compensan el esfuerzo, y se han llenado de escepticismo frente a nuevos cambios. Aunque comprensible, esa no es razón suficiente. El ensayo y error es una estrategia válida en el desarrollo de cualquier ciencia. Aceptar ese razonamiento sería equiparable a tolerar que un oncólogo pida que no se ensayen nuevas medicinas contra el cáncer porque a pesar de todo lo probado, aún no se puede curar. Aunque es entendible el cansancio, el derrotismo no puede ser una excusa para hacer prevalecer un modelo anacrónico. 
Pero también escuché, y en esto me acerqué más, a algunos docentes que encuentran que las exigencias de la educación contemporánea son tan numerosas y disímiles, que el proceso de  preparar una simple clase se puede volver tan complejo que conduce a la inacción. La lógica detrás  de esta creencia es que “resulta mejor trabajar como veníamos haciéndolo”, pues es una forma más segura de producir resultados, en lugar de tratar de estudiar, interpretar, analizar, aplicar, evaluar y proponer cada cosa nueva que llega a la escuela. En ese sentido, las innovaciones educativas estaban “estorbando” la normalidad académica, pues no había forma de asimilar una estrategia o modelo nuevo, cuando ya estaba llegando otro que pedía, a su vez, transformación de lo que aún no se estaba terminando de aplicar o evaluar. Ese ciclo de “transformaciones” inconclusas esta, además, atravesado por exigencias de calidad que introducen nuevas responsabilidades para el docente: la convivencia escolar, la educación ambiental, el desarrollo de la ciudadanía y la democracia, y las continuas exigencias de padres y comunidad que no entienden las “innovaciones” que se están tratando de implementar y que piden o reclaman un regreso a la disciplina y academia tradicionales, en la que ellos fueron criados.
Tratando de comprender ese punto de vista, encontré en mi memoria los comentarios que hace algunos años me hiciera un compañero docente, la cual trascribo aquí de manera taxativa:
“Hoy día, para preparar y ejecutar una clase, tienes que tener en cuenta:
a)       El estilo de aprendizaje de los estudiantes. No es lo mismo diseñar una clase para un auditivo que para un kinestésico. Entonces debes identificar a los estudiantes y diseñar al menos tres alternativas didácticas diferentes.
b)       El ritmo de aprendizaje de cada estudiante. Cada uno tiene un ritmo diferente. Por eso el cronograma debe mantener suficiente elasticidad y el currículo la necesaria flexibilidad para poder atender las eventuales dilataciones. Además de tener un plan B y un plan C para los que se adelanten o se retrasen.
c)       Las inteligencias múltiples. El docente debe reconocer y desarrollar las distintas inteligencias de sus estudiantes, al mismo tiempo que procura cumplir con el objetivo formativo de la clase. Esto implica diagnosticar a los estudiantes y diseñar planes de desarrollo según sea su tipo de inteligencia más predominante.
d)       Las capacidades diferentes. Si tienes un muchacho con dislexia, limitación auditiva o visual, debes preparar clases de tal manera que lo tengas incluido en el desarrollo de la misma.
e)       Entre otras condiciones, también debes tener en cuenta el contexto de cada estudiante, sus presaberes, su historia familiar, sus intereses, su proyecto de vida,  etc.”
Concluía el profesor (hoy jubilado) que es mejor el método tradicional. Los profesores preparan una clase y la dictan a todos por igual, y se simplifica el asunto. De esa manera puede dedicarse a hacer bien lo que ya saben hacer bien, y no se complican intentando entender y aplicar modelos nuevos que además, lo más probable, no serán bien percibidos por la comunidad.
Revisando mi propia experiencia, debo reconocer que a estos profesores les acompaña mucha razón en sus argumentos que, volviéndose invisibles y manifestándose en forma de creencias, terminan orientando su quehacer educativo. Esta creencia también podría estar justificando la inacción de los docentes del tercer grupo, quienes posiblemente reconocen la necesidad de un cambio en la práctica pedagógica, pero que entienden el costo que esto implica y deciden no involucrarse “por ahora”, esperando un mejor ambiente o una mejor retribución al riesgo.
Comprendí que, en la actualidad, ser docente implica el desarrollo de muchas y variadas competencias, lo que complica la práctica de tal profesión. Y, además, que el docente deba atender a la singularidad de cada estudiante, parece una carga imposible de llevar, especialmente cuando los cursos de hoy están conformados por hasta 50 de ellos (Algunos docentes pueden tener hasta 20 cursos distintos a su cargo Hagan el cálculo: el solo aprenderse los nombres sería ya una proeza).
En este punto del análisis, estaba casi convencido de mi ineluctable destino: con el tiempo me iré desgastando y mi práctica profesional irá corriéndose lentamente hacia un sitio de confort del que no me querré mover. Eventualmente, en un par de décadas o más, llegará a mi salón un joven profesional del ministerio, indicándome que el futuro ha llegado, que los jóvenes ya no necesitan de lo que yo doy, y que debo transformar mi práctica pedagógica para adecuarme a los nuevos modelos. Y me imaginaba a mí mismo diciéndole: “Pero qué bueno, gracias por venir a decírmelo, yo lo apoyo, no faltaba más, al fin el Ministerio se acuerda de nosotros”, mientras para mis adentros, invocaba el famoso “¡mamola!”. Ahora entiendo mejor al tercer grupo.
Pero si mencioné que estaba “casi” convencido, es porque encontré un motivo para recuperar mi optimismo. Así que borré mis incipientes profecías y comencé a darme cuenta de que sí hay una forma para que los docentes podamos implementar todo eso que los modelos contemporáneos nos piden transformar: atención  al estudiante basada en su singularidad y diferencia, enseñanza y aprendizaje basados en competencias, diseño de educación pertinente y contextualizada, formación en altos valores humanos y cívicos, integración a la sociedad del conocimiento, etcétera.
Y el motivo es éste: las tecnologías.  Si, las nuevas tecnologías no vienen a complicarnos la vida, sino a ayudarnos en la solución. Ahora entiendo mejor cómo muchos docentes se están distanciando de una mejor forma de trabajar, porque no aceptan los nuevos recursos. Ya es tiempo de reconocer que sin las tecnologías no es posible tener una completa educación, o que la educación está ocurriendo por fuera del aula, con el docente o sin él.
No podría entender cómo aplicar el modelo cognitivo del conectivismo[2], por ejemplo, sin el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación. Tampoco puedo entender que pueda atenderse a los estudiantes en sus diferentes ritmos, experiencias, intereses, vocaciones, creencias, en fin, en su singularidad humana, sin la existencia de las comunidades virtuales, de los Ambientes Virtuales de aprendizaje, de los correos electrónicos, de los simuladores, de las bibliotecas-videotecas virtuales, de los programas informáticos para diseñar objetos de aprendizaje, y un amplio etcétera.
Para resumir, no me imagino cómo puede funcionar la pedagogía en el siglo 21, sin que cada docente y cada estudiante tengan como herramienta básica y fundamental un computador conectado a internet, acompañado de una formación adecuada para su correcto uso.
Y ahí es donde está el problema. En los informes que estoy diligenciando para el Programa Todos a Aprender, un indicador que me parece aterrador es el de la Tecnología en las Instituciones que atiendo. Para empezar, ninguna de las instituciones de Santa Marta tiene conectividad, y la proporción de estudiantes por computador ronda los 40/1 , sin mencionar que en la práctica muchos de esos aparatos están “bajo buen resguardo” de los grados inferiores, como si trajeran pegado el aviso “manténganse fuera del alcance de los niños”.
Por otro lado, la mayoría de los docentes trata a la tecnología como una asignatura más, y no las integran dentro de sus competencias. No he tenido el tiempo de hacer una encuesta que lo verifique, pero intuyo que muchos de los docentes que están en los grupos 2 o 3 de los que hablé al principio, no tendrán idea (o la tendrán muy vaga) de lo que es un Ambiente Virtual de Aprendizaje,  tratarán al Facebook como si fuera un problema, y prohibirán el uso de celulares en la escuela (especialmente si tienen internet).
Pero son las tecnología son las que posibilitan que las mejores promesas de la educación se hagan realidad. No hay otra forma. Según anunció uno de los más grandes líderes de la tecnología moderna: “las nuevas tecnologías pueden ofrecer oportunidades sin paralelo para mejorar el ambiente educativo en función de los estudiantes, maestros y administradores. Los alumnos y maestros pueden participar en clases virtuales que expanden el mundo más allá de las fronteras, y explotan los recursos localizados en cualquier tipo de institución conectada a Internet, facilitando la evolución de la educación hacia un proceso más interactivo y participativo para quienes habrán de transformar el mundo con su conocimiento: los estudiantes”[3].
Pero hace parte de una discusión diferente el buscar las razones del por qué la mayoría de los docentes se muestran renuentes a integrar las tecnologías en su cotidianidad profesional, por qué es tan difícil cambiar la cultura organizacional frente a las tecnologías y por qué es más fácil que una Entidad Territorial invierta $150.000 por cada niño en textos, en lugar de invertirlo en tabletas electrónicas.








[1] Elkin Márquez es Ingeniero Industrial, con Especialización en Pedagogía para el Aprendizaje Autónomo, y en Administración de la Informática Educativa. Es docente de matemáticas en el distrito de Santa Marta, y se desempeña como tutor del programa Todos a Aprender del Ministerio de Educación Nacional. Actualmente es estudiante de Maestría en Gestión de la Tecnología Educativa, con la Universidad de Santander.
[2] Conectivismo: Una Teoría del Aprendizaje Para la Era Digital. Disponible en http://www.diegoleal.org/docs/2007/Siemens(2004)-Conectivismo.doc
[3]Cita asignada a Bill Gates, por Marcos Fontela, “El futuro de la educación estará asignado por la tecnología” artículo publicado en línea, recuperado el 01.04.2014 desde http://es.catholic.net/comunicadorescatolicos/579/928/articulo.php?id=17704