miércoles, 28 de julio de 2010

DESDE EL GALPÓN

Aunque era joven aún, a sus 21 días se sentía como de 31. Desde que era un chico sus maestros le habían enseñado que los humanos eran los poderosos de la tierra, y los sacerdotes habían vaticinado, generación tras generación, que un día ellos volverían para destruir la maldad del galpón, y llevarse consigo a los más fieles de su especie para fundar una nueva civilización, llena de paz y armonía.

Cada mañana, al despertar, se repetía a sí mismo la verdad de los humanos, la declaraba su verdad, y les juraba fidelidad eterna. Sin embargo, aquella misión de espionaje lo había perturbado: ¿Para qué le encomendaban escuchar cosas prohibidas?

Sujetó su tablón de apuntes al pescuezo y se apuró a llegar al sótano.

Esperaba encontrar una reunión menos tumultuosa. Evidentemente el secretismo se había perdido.

El anciano hablaba sin temor, a pesar de la segura transferencia que le aguardaba. El joven escuchaba atentamente, como quien deseaba hacer un buen trabajo, pero no podía evitar hallar ciertas coherencias en aquel peligroso discurso, que generaban ciertas dudas que amenazaban su formación. “Creer sin dudar” era una cualidad imprescindible para el sacerdocio.

“He vivido mucho más tiempo que todos ustedes, y les hablo con sabiduría desde lo antiguo” decía el anciano, con voz carrasposa y difícilmente audible: “he sido sacerdote, y he sido maestro, y hoy hablo en público, pero pronto me harán callar… no crean cuando les digan que nos transfieren a otro galpón, la verdad es que nos llevan a la muerte”

La muerte era desconocida para el joven, y no llegaba a ser más que una promesa de castigo para los rebeldes. Lo que decía el anciano parecía descabellado, pero en algo tenía razón: varios de los asistentes a aquella oscura reunión estaban infiltrados para recolectar información que permitiera autorizarle una transferencia al galpón penal. Sin embargo, había algo en el incitador y en sus palabras que le inspiraban un sentimiento extraño, indescifrable.

“En el principio los hombres habitaban la tierra, y no existían los galpones, sino que la tierra lo era todo. Luego, la tierra fue destruida y todo ser vivo murió, excepto los humanos y nosotros, a quienes, en nuestra era primitiva, nos llamaban “pollos”. No es cierto que los humanos nos crearon, sino que nosotros, al igual que los humanos, fuimos creados por un ser Superior a los humanos, un Hombre de los Humanos. Luego de la destrucción de la tierra, los humanos crearon los galpones, y en ellos nos criaron a nosotros, modificando nuestra naturaleza para que sobreviviéramos a las inclemencias de la tierra. En cierta forma nos protegieron de la destrucción, pero sólo para hacernos cosas abominables”

La mente del joven empezaba a asimilar estas fantásticas ideas: ¿un humano de humanos? Nunca hubiera podido pensar en eso: no hay humano encima de los humanos, los humanos son los únicos poderosos y el destino absoluto de la obediencia; era la ley de amor que siempre había recibido, y en la que creía firmemente. La idea no le desquició del todo, pero lo que escucharía a continuación sí lo desubicó:

“Nosotros hemos sido criados con el único fin de servir de alimento a los humanos... esto ha sido así desde que estábamos sin espíritu, desde que éramos sin memoria, desde cuando éramos primitivos”

Algunos comenzaron a menear la cabeza en forma negativa, y una risita burlona se dejó oír en medio de las incipientes murmuraciones. No era nueva esa tontería de los alienígenas voraces.

“Cuando éramos primitivos, los galpones eran simples cárceles donde nos engordaban y de donde nos sacaban para el sacrificio obligatorio”

El joven siempre había creído que los sacrificios eran eventos antiguos, que ya no se practicaban más por orden de los humanos. Eran barbaries que cometían los primitivos que no conocieron la verdad, y que adoraban a falsos humanos.

“Luego, cuando comenzamos a organizarnos para la rebelión, nos dividieron en muchos galpones, y comenzaron a enseñarnos mentiras para mantenernos sumisos y obedientes, haciéndonos creer que ellos eran nuestros creadores”

Aunque el joven sabía muy bien que existían otros galpones, las comunicaciones entre ellos eran cosa prohibida. Sólo los maestros y sacerdotes regresaban para orientar y educar a los más jóvenes. Dentro de algún tiempo, él mismo esperaba ser transferido a otro galpón para regresar como sacerdote, o al menos como maestro… “dependiendo de tu informe, podrías ser transferido al galpón de los sacerdotes; sé fiel a los humanos en todo momento” fueron las palabras de su maestro antes de encomendarle la actual misión.

“Ustedes no provienen de las manos de un humano, si no de incubadoras que se alimentan de nosotros mismos. ¡Somos nuestros propios creadores!”

Los murmullos cesaron de súbito. Los asistentes comenzaron a sacudirse incómodamente. Una gran herejía acababa de ser pronunciada. Todos sabían que exclusivamente los humanos podían engendrar, y que junto con la de alimentar, eran las dos funciones más sagradas del galpón. El joven espía sacudió su cabeza tratando de abandonar el esfuerzo de transigir con ideas tan descabelladas, que a todas luces provenían de una mente desquiciada, y comenzó a poner en orden sus pensamientos.

El anciano hacía un esfuerzo para hablar por sobre las murmuracioes: “El Hombre de los Humanos nos visitó en la esclavitud, y nos dotó de la inteligencia que tenemos, de nuestros sentimientos y de la capacidad de discernir el bien del mal, ¡de ser libres! ¡Nosotros no necesitamos de los humanos para vivir! ¡Nosotros somos como los humanos! ¡Estamos mejor capacitados que ellos para poblar la tierra!”

El joven levantó una pata y comenzó de prisa a rasgar sobre el tablón que tenía colgado en el pecho la descripción de algunas de las locuras que decía el anciano, para incluirlas en su informe.

“Si ustedes se juntan a mi, juntos podemos destruir las paredes de éste galpón”

“Nuestra vida puede ser mucho más larga que sólo 40 días, no se dejen transferir de galpón, no hay mejor galpón que éste”

“Los maestros y sacerdotes quieren controlan su pensamiento, no crean nada que no puedan entender, duden de todo lo que les ha sido enseñado”

Antes de que pudiera anotar algo inteligible, la reunión terminó violentamente, pues varios de los asistentes, enardecidos por causa de las herejías que acababan de escuchar, sacaron al anciano del sótano y ejecutaron la sentencia que dictaminaba la ley del galpón: el hereje debe ser picoteado hasta que deje de respirar. El anciano miraba al techo, mientras los espontáneos verdugos picoteaban con furia su cuerpo, primero desplumándolo y luego hiriendo sin piedad la piel desnuda, hasta formar una sanguinolenta mezcla de carne, órganos, huesos y plumas despedazadas.

Aunque la escena le repugnaba, el joven sabía que debía picotear para demostrar su fidelidad a los humanos. El anciano ya casi estaba sin respiración, cuando se le acercó y, con delicadeza mal fingida, tocó con su pico el cuello ensangrentado, alcanzando a escuchar sus últimas palabras: “que mi sangre les ayude a despertar…”

Quedó pensativo unos instantes frente al cuerpo inerte del anciano. Notó que su pico tenía sangre e instintivamente limpió lo que pudo con su lengua, y restregó el pico contra un ala.

Mientras el sabor caliente y salado de la sangre entraba en su sistema, comenzó a entender ciertas ideas peligrosas.

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